La renuncia de Diego Simeone como entrenador entrenador millonario moviliza sentimientos de distinto tipo: tristeza, hidalguía, lástima, rabia, desconcierto, resignación. Pasó lo esperable aunque la noticia sorprende a muchos. Un año intenso el del Cholo, un año plagado de deshonras, fugas, vacíos, heridas, fisuras, congojas, errores múltiples. También un año donde River volvió a salir campeón luego de cuatro tormentosos años, racha que amaga con perpetuarse con y sin Simeone, con y sin Ortega, con y sin Kaka, Cristiano Ronaldo o Javier Mascherano.
Es grave el problema de River, ciertamente. Entrenadores o jugadores con alguna reputación sucumben a los traumas de un club convertido en una cascara vacía y apartado de cualquier épica, redención o venganza deportiva. Arrastrados por la derrota, perdidos en el laberinto, no se salva absolutamente nadie: ni los viejos ídolos ni los arribados con chapa (que juegan bastante menos que Zapata) ni los pocos pibes del semillero ni los hinchas ("silencio atroz", una maldad futbolera de un jugador nacido en el club).
Esa es la norma establecida y no podría ser de otro modo si se atiende el mensaje dirigencial. Una vez más y pidiendo disculpas a los lectores:"Aunque a nadie le importe, River tiene su instituto educativo, aquí se practican decenas de disciplinas y las filiales crecen en el interior, pero bueno, parece que hay que ganar porque sino se viene el fin del mundo".
Ocurre Aguilar -imaginando un diálogo en primera persona-, que si se no se gana en fútbol lo demás redunda en beneficencia, dádiva hueca, orgullos más localizables y menos expandidos, trabajo para las propias conciencias. Una mentalidad chiquita y mediocre en un club gigante, un club que cuenta con miles de hinchas en todo el país. En consecuencia, quien asuma en reemplazo del Cholo padecerá el mismo escarnio, ese mensaje que daña e invalida disfrutar de una institución que fue bandera y que marcó el punto más alto del fútbol bien jugado en Argentina junto al Huracán campeón del 73.
Hoy la historia, lamentablemente y como quiso esta dirigencia, olvida sus glorias. Más: las combate. No hay orgullos, no hay épicas, no hay razones para enfrentar el mundo y afirmarse en los primeros colores y, lo peor, no hay deseo. River es un club que no desea y tal vez en ese vacío existencial radica la renuncia de Simeone. Su mano enyesada, el grito enfurecido, el discurso sensato apelando al intento por superar adversidades ofrece una lectura: ese hombre que gesticulaba y buscaba una clave entre tanto espanto, estaba vivo. Demasiado vivo.
En lo sucesivo, cabe esperar idénticas situaciones a las del presente: hinchas apesadumbrados, ídolos en retirada, técnicos incendiados. La crónica de siempre. Debe haber pocas cosas que avergüencen tanto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario