Las crisis provocan cambios, reacomodamientos internos, respuestas inesperadas. Para bien o mal, nada es igual a antes del cimbronazo. Y acaso está bien que sea así. Transformarse para seguir siendo. Claro que a veces hay que remar contra la corriente y asumir una realidad de oprobio. Pasa en la economía y en cualquier otro campo. En el caso del fútbol, resulta evidente que los últimas campañas de River repercutieron en el hincha. Lejos de la abundancia de otras épocas, hoy el simpatizante millonario sabe de austeridades, festejos en cuentagotas, triunfos circunstanciales, fortuitos, mediocres. Pero no se resigna y asiste masivamente. Por las alegrías pasadas y por la fidelidad a la camiseta. Es una explicación posible.
Otra interpretación refiere a los brumosos códigos del tablón: ese aguante que cotiza entre los fieles y tiene vinculación con un entramado de relaciones sociales imposible de mensurar con condenas morales. Son dos lecturas que merecen análisis específicos, por eso preferimos abarcar el fenómeno en sus aspectos más visibles. Como hace 30 o 40 años, River se hace fuerte en las tribunas. Así lo testimonian los datos oficiales (en el último Apertura fue primero en venta de entradas) y el clima en las populares. Con una diferencia sustantiva respecto de épocas anteriores: aquí no hay grandes jugadores ni equipos memorables ni castigos del azar. Ni siquiera un remanido y esperanzador "en las buenas y en las malas". Solo hay siluetas de un tiempo de gloria.
Ayer, cuando ya la catarata de goles de San Lorenzo era imparable, el hincha de River no resignó aliento. Y gritó su pasión. Y descargó su bronca. Como aferrándose al último bastión donde guarecerse del vendaval. Una búsqueda entendible del disfrute. Celebrar, ni más ni menos, que es un hincha. Con las alegrías y disgustos que supone.
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