Escrito el 23 de mayo de 2007
La crónica es la misma. Siempre. Acaso como una cruel paradoja del destino, River transita otra de esas crisis que dejan huellas profundas en su rica historia de casi 106 años de vida. En algunos casos, nafraugando con equipos penosos, en otros, acéfalos de conducción futbolística. Se advirtió desde hace un tiempo el declive dirigencial, pero la queja queda encapsulada en eso, una queja en medio del autoritarismo aguilarista. Es como rebotar empecinadamente contra una pared. O un acto de masoquismo o, mejor, un simple acto de amor genuino a los colores mancillados.
El hincha millonario está angustiado, sufre y asiste desconsoladamente, rabiosamente, apenadamente, al derrumbe del equipo amado. Duele, en ese escenario, observar a buena porción de los socios de un club (que hasta dónde se sabe sigue estando en sus manos), aceptar sin reparos las hostilidades de un grupo de matones a sueldo. Pero duele más, muchísimo más, esta porquería dirigencial enquistada en las oficinas de la institución. Con ellos, no hay futuro posible.
De todos modos, alguien dijo que detrás de toda pena siempre hay una esperanza. Ni hablar si se trata de fútbol pese a todas sus miserias que lo lastiman a diario. Los hinchas de River, que pagan religiosamente sus altísimas cuotas o alquilan los carísimos paquetes codificados de la tevé, tienen derecho a intervenir su club con armas nobles y sin vandalismos. Es, quizás, el modo más ejemplar de valer la pena.
martes, 27 de noviembre de 2007
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